La Rosaleda
Saadi de Shiraz
Editorial El Cobre
Barcelona, España. (290 Págs.)
La literatura medieval de los siglos XII a XIV, cuenta con algunas obras maestras de incuestionable valía. Por entonces, las sagas islandesas alcanzaron su apogeo, las letras inglesas produjeron libros capitales en la evolución narrativa como resultan los Cuentos de Canterbury del erudito Geoffrey Chaucer y Pedro el labrador escrito por William Langland. Asimismo, de aquellos tiempos datan los primeros tanteos de Giovanni Boccaccio en el género de novela, a través de Decamerón y el Filocolo. En la distante –y aislada- Japón, Genji Monogatari (La novela de Genji) de la escritora Murasaki Shikibu se imponía a través de sus arborescentes y melancólicas páginas. En menos de doscientos años, y a pesar de los tiempos difíciles que asolaron el mundo –con períodos de hambruna, pestes y guerras por demás-; Cristina de Pizán, el mester de clerecía Arcipestre de Hita, Chrétien de Troyes, Dante Alighieri, Jean Froissart, Guido Cavalcanti, son algunos de los autores que desde entonces han sobrevivido hasta nuestros días, a través de sus clásicos.
El poeta persa Saadi (1184-1283), cuyo nombre completo ha sido Muslih-ud-Din Mushrif-ibn-Abdullah, se destacó principalmente por dos piezas literarias de corte moral: Bostán (El huerto, 1257) y Gulistán (La rosaleda) (1258). Pero es La rosaleda (Ed. El Cobre), la que supera el modelo desgastado por la literatura didáctica, entonces, fuertemente arraigada en la parábola. Si bien es indudable el carácter sapiencial del volumen, logrado a través de la ingeniosa inserción de refranes árabes y persas, tradiciones musulmanas, sentencias coránicas; Saadi además da cabida a personajes legendarios y reales. De este modo no solo orienta la naturaleza del lector hacia una vida moral más elevada; sino que a su vez, revela el mundo de su época; tratándose así de un libro de relieve filosófico como también literario. Un refrán es tan importante como el trasfondo del personaje que lo dice.
La rosaleda resulta un manual de normas de conducta donde impera la sinceridad instructiva del autor. “Quien hace el bien se lo hace a si mismo, y quien hace el mal lo hace contra sí”.
La rosaleda escrita en una prosa llana y concisa, está compuesta por ocho capítulos, que comunican sobre el carácter de los reyes, la moral de los derviches, las excelencias de estar satisfecho, las ventajas del silencio, el amor y la juventud, la debilidad y la vejez, los efectos de la educación y la conducta en sociedad. A su vez, cada consejo o recomendación, incluye una moraleja casi siempre escrita en verso. Esto nos recuerda la estructura posteriormente adoptada por el infante Juan Manuel, en El Conde Lucanor.
Con una mezcla de cinismo, leve resignación y una cuota siempre proclive al humor; el tono de La rosaleda jamás peca de solemne –léase a modo de ejemplos opuestos: los Soliloquios de Marco Aurelio o Los caracteres de Jean de La Bruyére. Para Saadi, quien había recorrido durante un cuarto de siglo tierras remotas como Bizancio, Siria, Egipto, Marruecos, Yemen e Irak acopiando de infinidad de personas una importante cantidad de aforismos, advertencias y reflexiones; el hombre era esencialmente absurdo. Un ser de carne y hueso que debía, ante todo, instruir sus pasiones. Conocía sus falencias y el modo de orientar nuestro espíritu hacia lo que mejor convenía: el deber. No obstante, es preciso decir que en su ética hay relativismos, inclusive ciertas contradicciones, como indica acertadamente el traductor en el prólogo.
Sobrio, elegante, conciso y poético –su prosa se ajusta a una curiosa e inimitable musicalidad-, La rosaleda resulta un manual de normas de conductas donde impera la sinceridad instructiva del autor. “Quien hace el bien se lo hace a si mismo, y quien hace el mal lo hace contra sí”. La traducción del persa, prólogo y notas, estuvo a cargo de Joaquín Rodríguez Vargas. Se trata de una edición conspicua y necesaria. Un clásico del medioevo iraní.
Augusto Munaro
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